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¿Castigando la disidencia? Críticas, bulos y delitos de odio

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La policía anuncia que perseguirá los delitos de odio contra los profesionales de la sanidad. El partido del gobierno denuncia a un partido de la oposición por incitación al odio. Detienen a un hombre por un delito de odio contra ¿un pueblo? Todas ellas son noticias aparecidas en los medios la última semana.

¿Acaso el Código Penal criminaliza la crítica? Veamos. Entre las muchas conductas que recoge el artículo 510 podemos encontrar las de promover o incitar al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo o contra alguien que forme parte de él por una miríada de motivos: racistas, antisemitas, ideológicos, religiosos, familiares, étnicos, por razón de identidad sexual, de origen nacional, de enfermedad, sexo o discapacidad.

De buenas a primeras, se nos ocurren ejemplos de toda clase. Es inevitable pensar en nuestros políticos, habituales del tuiteo a calzón quitado. ¿Cometen un delito de incitación al odio por razón de ideología cuando la descalificación se les escapa de las manos? Una redacción francamente confusa, casi laberíntica –les invito a que lean el precepto, cierren el Código y traten de recordar algo– puede llevar a interpretaciones de este tipo.

Por eso, el delito de incitación al odio ha sido metido en cintura por la jurisprudencia. Y no puede ser de otra forma, pues afecta a un derecho esencial en todo estado democrático: la libertad de expresión. Según nuestros tribunales –aleccionados por los organismos internacionales– la criminalización de esta clase de conductas persigue la protección de determinados colectivos vulnerables. El discurso del odio puede ser igual de despreciable sea quien sea su destinatario, pero en ocasiones es peligroso: la distancia de la discriminación al ataque es más corta si el enemigo es débil.

Sentado lo anterior, ¿pueden considerarse un partido político o un cuerpo policial colectivos especialmente vulnerables y, por tanto, sujetos pasivos del delito? Parece evidente que no.

Por ende la reflexión debería pivotar sobre: teniendo en cuenta que nuestra ley penal castiga la provocación –incitar públicamente a cometer delitos– y que los motivos racistas y discriminatorios agravan la pena en cualquier delito, ¿es necesario penalizar la incitación a un sentimiento o emoción cuya mera existencia no es delictiva? En el derecho estadounidense, por ejemplo, el hate crime supone la apreciación de la circunstancia agravante, y el hate speech –al menos el de contenido racial– queda totalmente amparado en la libertad de expresión.

También ha sido objeto de debate el tratamiento que debe darse a la difusión de mentiras por internet. La polémica ha arreciado tras las declaraciones del Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, quien se refirió a los esfuerzos del Cuerpo por “minimizar el clima contrario a la gestión de la crisis por parte del Gobierno”.

Dejemos a un lado las implicaciones políticas del supuesto lapsus del militar –criticar al gobierno y esparcir una mentira no son conceptos equivalentes–. ¿Publicar un bulo por internet es delito? Como siempre en derecho, la respuesta no es monosilábica. Mentir, en internet o en la calle, por sí mismo, no es un crimen. Si lo fuera, no habría espacio suficiente en nuestras prisiones. No obstante, la mentira sí puede ser el medio para cometer delitos concretos. Pensemos, por ejemplo, en la estafa, en el falso testimonio o en la calumnia.

Un delito que requiere el empleo del engaño es el descrito en el artículo 561, que castiga a quien afirma falsamente o simula una situación de peligro para la comunidad, provocando con ello la movilización de servicios de policía, asistencia o salvamento. Forzando mucho la interpretación –ya ven que este precepto es mucho más claro– podría aplicarse a situaciones muy concretas que se pueden dar en un contexto de confinamiento, siempre y cuando se den todos los elementos del tipo penal.

Como podemos ver, los derechos y libertades corren mayor peligro en épocas de inseguridad y de miedo. El derecho penal, cuya primera vocación fue ser el último recurso ante los peores ataques a nuestros intereses más preciados, se ha hecho mayor y es cada vez más ambicioso. Esta expansión no es nueva, y es ya difícil de detener: tenemos el código que tenemos, y la tendencia criminalizadora es alcista. Su generalización es una realidad. Está en nuestras manos evitar su uso torticero.

 Alberto Rocha

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